sábado, 31 de octubre de 2015

Lirios de la anochecida - Taller poético de Octubre

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Lirios de la anochecida. / Fantasmas puros del jardín, ya casi perdidos. / Ángeles del jardín, quietos entre las flores, / vueltos sobre sí mismos, creados sobre la íntima luz / tan pura, que ilumina como lámparas dulces, /el olvido, todavía azulado, de las flores.

[en Poemas del anochecer]

¿Cómo comenzar a leer "El agua y la noche" (1933) de Juanele Ortiz? 

Esta mañana nos estuvimos preguntando eso a través de algunas palabras que repiten esa serie de poemas, escritos entre 1924 y 1932, que Juanele terminó publicando por insistencia de sus amigos: Luciernàgas, grillo, infancia, lluvia, agua, luz, claridad, noche.

Nos quedamos ahí, en las orillas de esos nombres, de los colores con que el poeta los adjetiva. Fantaseando, también, con esa tensión que los poemas realizan y que nos invitan a transformarnos y transformar.

Esta mañana, en una organización social, estuvimos habitando su Biblioteca a través de la lectura de un poemario. Eso que cada mes sucede en una ronda que llamamos "Taller poético".













viernes, 23 de octubre de 2015

Miradas del libro-albúm. Taller en la Benavento.

Este miércoles 21 de octubre comenzó en la Escuela Gaspar Benavento la segunda etapa de nuestro trabajo anual allí. Durante tres encuentros sostendremos nuestro "Taller de poesía" junto a los niños y niñas del 2do grado alrededor de libros-albúm, cuya textualidad nos atrapa una y otra vez.

Acá nos pueden ver comenzando a construir juntos algunas páginas de lo que luego será un libro-albúm gigante para la escuela. También, dejamos algunas imágenes de los textos que estuvieron allí siendo el corazón mismo del encuentro.








¿Qué tal sí...? Anthony Browne (2014)


Cuento escondido. Laura Devetach (texto) y O'Kif (ilustraciones) (2013)


Haiku. Iris Rivera (texto) y María Wernicke (ilustraciones). (2009)



Tarde de invierno. Jorge Luján (texto) y Mandana Sadat (ilustraciones). (2011)


Caracoles y otras formas de encontrarnos en un taller - Por Lautaro Maidana.


El día Viernes 18 de septiembre, Barriletes estuve presente en la Maratón de lectura realizada dentro de la Escuela Primaria Nº197 “Héroes de Malvinas”, ubicada en el barrio Paraná V donde nuestra institución desarrolla proyectos compartidos desde hace años. Aquí una crónica de lo sucedido durante el “Taller de mapas” que desde nuestra Biblioteca se sostuvo.

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            Estoy en el ACA, en el bar, con mi cuaderno, escribiendo. Lo dulce me puede; por eso no puedo parar de comerme las pepas de membrillo que compré, Recetas de la abuela.

            Hace unas horas, cuando tuve que dibujar el mapa de la zona donde vivo, no pude sino empezar marcando la casa de mi abuela en la hoja. Fue automático. Después sí, continué las líneas para formar uno de los caminos que recorrí muchísimas veces cuando era chico. Calle Díaz Vélez, Avenida Don Bosco, Boulevard de los Constituyentes, Calle Padre Corona, y al final, mi calle –que tiene un nombre muy largo, medio en francés, de una profesora que no sé quién es. En mi mapa, no solo le di un lugar significativo a la casa de mi abuela, sino que también dibujé bien grande en el centro la Escuela Hogar, donde hoy en día está nucleada gran parte de mis actividades y sentimientos. Es como un emblema. Señalé además un arroyo que pasa por ahí cerca, y con eso estaba listo el mapa con mi ubicación, para que todos los niños ahí presentes pudieran pasar a pedirme agua, tomar mate cuando lo deseen, o pasar al baño –que es muy importante.

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            Esto sucedió en la biblioteca de la Escuela Héroes de Malvinas, que queda en barrio Paraná V –medio lejos de donde yo vivo–, durante la Maratón Nacional de Lectura. Creo que lo menos que hicimos fue “leer”. Lo trascendente nos atravesó por otras cosas: sentarnos alrededor de mapas, libros, hojas y lápices, mirarnos entre desconocidos cotidianos –¿me saludarán esos chicos si me llegan a encontrar algún día en la calle?– aprender otras formas de escucharnos y relatarnos nuestras vidas, dibujar nuestros lugares en el mundo.

            Formamos un grupito unas cuantas niñas de 4to grado y yo. Mientras trazaban sus mapas, una de ellas, Merlina, agarró un atlas y se detuvo en la frontera de Estados Unidos y Canadá. Miró los nombres de las ciudades que estaban señaladas, y me dijo que ella vive en Nueva York –o que le gustaría vivir ahí, que es casi lo mismo. Su papá quiere vivir en Las Vegas. Yo por mi parte le dije que me gustaría conocer el puente de San Francisco. Después nos fuimos a un mapa de Europa. Entusiasta, Merlina quiso estar en Roma, y yo en Andalucía o Praga. Me costó encontrar Praga para mostrarle dónde está, porque ese mapa debe haber sido de los 70: había países como Checoslovaquia y Yugoslavia, que son más complicados todavía que República Checa.



            Cuando arribamos a un mapa grande de América del Sur, Jazmín, otra de las chicas, me contó que su papá y su tío viven Perú, que ella es mitad peruana mitad argentina –tiene un color de piel exquisito–, y que desea que alguna vez pueda viajar para estar con su papá. Todos en el grupito nos miramos medio sorprendidos. A lo mejor ni entre ellas se conocían tan íntimamente. Había otra niña que me miraba como con mucha ilusión, y recién al final terminó su mapa y me lo dio. Delfina también dibujó solo la casa de su abuela, su escuela, y otros lugares referenciales. Su casa no, porque queda muy lejos en Colonia Avellaneda. Con simpatía me contó que todas las mañanas se levanta bien temprano y sus padres la traen de Colonia Avellaneda hacia Paraná, a la casa de su abuela. Ahí pasa la mañana, come al mediodía con su abue, y después se va a la escuela.

            Con esto yo casi me conmoví, y entre feliz y asombrado le conté que cuando tenía su edad también hacía lo mismo, tal cual. Busqué el mapa que había hecho y le expliqué que me levantaba temprano, tipo 6, y como mis padres trabajaban los dos de mañana, me llevaban a lo de mi abuela Rosa. Ya allí, no amanecía del todo aún, mi papá aprontaba su camioneta para salir a repartir soda mientras yo le preparaba y le cebaba unos mates. Él se iba y yo si no me dormía me quedaba mirando tele o leyendo alguna enciclopedia. Mi abuela se levantaba y desayunábamos, yo le hacía unos mandados y al mediodía almorzábamos, y luego mi papá volvía y me llevaba a la escuela. Ayer también me ocurrió una ligazón parecida. Había llevado una canción de Coldplay para una clase de inglés, de práctica, y Mateo, un niño de 11 años, me dijo que prefería las de Green Day. Por supuesto que yo no aguanté y le comenté que a su edad yo estaba fascinado con American Idiot, uno de los cds más consagrados de esta banda.

            ¿Me estaré encontrando con las esquirlas de mi vida, que ha estallado sin que yo me haya dado cuenta?

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            El taller, desde mi punto de vista, no consistió más que en esa tarea: hacernos conocer mediante el diseño de mapas, que nos representan dentro de uno de los territorios más cercanos: la casa y la ida y vuelta a la escuela. Territorio que por demasiado cotidiano, puede tornarse inquietantemente desconocido. Hemos aprendido a configurar nuestras identidades, en parte, por el lugar de donde provenimos: de tal o cual barrio, de tal o cual ciudad, de tal o cual nación. Pero, ¿y los lugares donde soñamos vivir, como Nueva York o Perú? ¿Y aquellos a los cuales queremos regresar, como la casa de mi abuela? ¿Les hacemos un lugar en nosotros, en nuestras subjetividades? ¿Dónde caben estos otros relatos?

            Entre estas cosas, creo haber podido mediar una lectura, en vez de simplemente leerla así no más. Se encontraba entre nosotros un libro cortito de un poeta que cada vez se hace más bello ante mí: Lorca. Leí varios poemas de ese libro, entre ellos “Caracoles blancos”:

Los niños juegan
bajo los álamos.
El río viejecito
va muy despacio
sentándose en las sillas
verdes de los remansos.
Mi niño ¿dónde está?
Quiere ser un caballo.
¡Tilín! ¡tilín! Mi niño
¡qué loquillo! cantando
quiere salirse de
mi corazón cerrado.
Caracolitos chicos
caracoles blancos.

            Como nos ha enseñado Graciela Montes, las experiencias poéticas, culturales en general, y afectivas están domiciliadas en un territorio rebelde y en constante conquista: la frontera indómita. Desde hace unos días, a causa de volver sobre Calveyra, vengo reflexionado sobre mí mismo, y en este instante puedo decir que, quizás, mi frontera indómita sea como esos versos de Federico: un niño que quiere escaparse del encierro de un viejo corazón. Aunque no quiero hacer de esta escritura una autobiografía –o peor: un autopseudopsicoanálisis decadente–, no puedo evitar hablar de lo que me sucede adentro cuando leo literatura, cuando –mejor dicho– entro en un estado poético. Estar en poesía –como sostiene Laura Devetach– y garantizar la posibilidad de entrar allí, a esa zona liberada de la pura subjetividad y de la pura exterioridad –como reclama Graciela Montes–, son derechos por los cuales desde la Biblioteca Esos otros mundos trabajamos tenazmente, en dos escuelas y en un hospital estatales, y en un centro de salud y una plaza de un barrio alejado del centro de Paraná. Yo, por varios años, si leía, o miraba la televisión, o escuchaba música, lo hacía más bien en solitario. Hoy se me complica bastante pensar las experiencias poéticas si no es en el encuentro cara a cara con otra persona –niños, en general–, quien con una mirada, unas palabras o un gesto, me devuelve algo de mí que había perdido o simplemente pasado de largo.

            En “Los sueños del elefante”, un cuento de Gustavo Roldán, regresamos a la intimidad de una pareja, el elefante y la elefanta, que hace un tiempo, en otro cuento del mismo libro La noche del elefante, decidieron escapar de la carpa del circo hacia el monte chaqueño para probar vivir una vida distinta. Sin embargo, el elefante empieza a soñar, y su compañera también, porque no saben si han elegido bien, si realmente es el monte chaqueño el territorio donde vale la pena compartir el tiempo. Perdón que les cuente el final, pero es muy hermoso cuando ellos sin decirse nada, en secreto, se dan cuenta:

Entrecruzaron las trompas, hicieron aletear las orejas, y después, levantando las trompas hacia las estrellas, lanzaron al aire el largo grito de los elefantes. Ese profundo grito que sólo puede lanzar un elefante cuando sabe dónde está su lugar en el mundo.
            Yo no sé si los niños con quienes mediamos textos este mediodía se van a acordar de mí, de mi cara y de mi nombre –luego de que me hayan inventado decenas–, de los versos de Lorca, si tendrán oportunidad de narrarles a otros más grandes que ellos esas historias cargadas de sueños y afectos. No sé cómo continuarán ellos sus vidas después del taller. ¿Tengo que pensar o preocuparme por ello? Lo único que puedo decir, ahora cuando recuerdo esas escenas donde el hecho más esencial fue dar algo de nuestro tiempo, es que el encuentro con un niño mediante la literatura me devuelve otro fragmento de mí mismo. Este encuentro de elefantes, este saber dónde está nuestro lugar en el mundo, es para mí –me parece– una forma de reconocer el viaje que he recorrido y parece olvidado, de descubrir en el interior del caracol aquello que no tengo presente cotidianamente, pero que un niño me hace salir a flote. Gracias por eso.

Lautaro Maidana
Barriletes. Octubre de 2015

sábado, 17 de octubre de 2015

Horizontes. Una biblioteca comunitaria por-venir. (Cuarto encuentro del Taller sobre Mediacion de lectura)

La mañana de este sábado 17 de octubre tuvo lugar en nuestra Biblioteca comunitaria el cuarto y último encuentro del Taller sobre Mediación de lectura, iniciado el sábado 26 de septiembre. 

A través de estos encuentros acercamos algunas palabras de Graciela Montes, Laura Devetach y Michèle Petit que nos han permitido confluir en una biblioteca vuelta puerto entre lo íntimo y lo social. Desde ese sitio es que los asistentes del Taller han pensado hoy maneras de seguir juntos alrededor de esta institución, imaginando proyectos, talleres e intervenciones con los libros de la biblioteca.