martes, 22 de diciembre de 2015

Inauguración junto a vecinos y vecinas




En la tarde del Jueves 17 de diciembre, de nos encontramos integrantes de Barriletes, MUPEA, el Centro de Salud Illia, vecinos, vecinas y familiares de Lucía Zapata para inaugurar "formalmente" la Sala Comunitaria que llevará su nombre.

Lo de formal es sólo una palabra ya que lo que sobrevoló ese momento íntimo y feliz, fue la emoción de quienes allí estuvimos al recordar cariñosamente a doña Lucía, un baluarte en el trabajo voluntario por su comunidad, a través del "roperito" del Centro de Salud.

Terminando de a poco un año que tuvo de todo menos descanso, estando donde debemos: en el barrio, en la radio, en la revista, ampliando la comunidad con solidaridad activa, construyendo el cambio profundo sin precisar grandes aplausos ni marquesinas.










Ateneo interno de prácticas.




¿Que es posible la utopía? ¿Que se puede pensar el revés de las cosas que nos han enseñado? ¿Que se puede ser hormiga, elefante, pez o monstruo? ¿Que podes volar por el universo con solo desearlo? ¿Que los cuentos no son tan cuentos? ¿Que los niños y niñas saben mucho más de lo que pensamos? Que detrás de una poesía hay muchas poesías mas? Que una escuela puede ser un vergel de oportunidades de encuentro y transformación?

Sí, aunque aun no sepamos lo que nos depara el tapial o la marioneta o el cimbronazo.Si, aunque lluevan truenos y relámpagos.

El Sábado 12 de diciembre los compañeros y compañeras del Área con Niños y Niñas y Biblioreca Esos Otros Mundos de Barriletes presentaron cada uno a su manera, con emoción y pensamiento, un ateneo interno alrededor de prácticas llevadas adelante en el año, en los talleres que realizan con los niños y niñas de Paraná Quinto y de Villa Mabel. Además, los espacios de Mediación de Lectura en Escuela Hogar, Hospital San Roque y Escuela Benavento.



domingo, 13 de diciembre de 2015

La plaza pública como espacio poético

Luz Omar

Durante los últimos meses, cada viernes por la tarde, de manera semanal, tiene lugar el Taller “Monigotes en la arena” en la Plaza 23 de septiembre de Paraná V. Allí se propician encuentros entre niños y literatura que, articulados desde nuestra Biblioteca Comunitaria y el Área con niños y niñas, forman parte de los múltiples acercamientos a la infancia que Barriletes propone. Aquí, un acercamiento al interior del Taller y la pregunta por aquello que la poesía puede.




De un viernes a otro el taller oscila entre extremos, como hacen las hamacas. Y caminamos como hormigas, por senderos de tierra cargando pastos tiernos, trabajando, trabajando. El cielo siempre arriba. Habitamos la plaza veintitrés de septiembre, del quinto, en Paraná.
A medida que imagino este texto-jardín lo pienso en comparación con el registro de los antropólogos, tan aviesos ellos buscando en el totalitario siglo XX encontrarse con lo otro, paradójico efecto, ellos, de las potencias colonizadoras que buscaban dominar lo otro. Dice el sociólogo francés Pierre Bourdieu, en El sentido práctico (1980), que dos son los extremos viciados de la tarea de la ciencia social: pretender fundirse en aquella alteridad que se estudia, al punto de ya no reconocerse como originariamente diverso, y pretender conocer completamente esa alteridad estableciendo una objetividad ilusoria a través de la estructuración abstracta del andamiaje con que se hace teoría. El tercer camino que es preciso recorrer, según el sociólogo, es el de “objetivar la relación de objetivación” que establecemos con aquello que estudiamos. Centrar nuestra reflexión en las condiciones y los modos que sostenemos para relacionarnos con aquello otro a cuyo encuentro vamos. Lejos de pensar nuestro estar en el barrio como oficio de sociólogos, traigo esta idea para insistir sobre la necesidad de seguir pensando responsable y comunitariamente los modos de concebir la escritura posterior al taller. Se trata de tentarnos a escribir se trata de reflexionar, se trata de escuchar al grillo -que jamás hallaremos- en medio de la noche, se trata de hacerlo juntos, desde nuestras necesarias soledades, para seguir aprendiendo.
Con el tiempo, los aprendizajes se vuelven seguros. La apropiación un tanto violenta de lo habido en el anteúltimo taller en el Centro de Salud Arturo Illia me había dejado particularmente a la intemperie, con un sentimiento de falta, incertidumbre y confusión. Efusivos, conversamos de regreso, con Milena y Kevin. Mile, con su alegría prístina, recompuso un poco el des-concierto mediante un taller interno el martes posterior, donde leímos dos escritos de María Cristina Ramos, con un grillo de protagonista. Hubo unos acuerdos posteriores: en cuanto a material, llevaríamos lo indispensable, diríamos que carecíamos de las otras cosas porque se las habían llevado la vez pasada (que es lo que había sucedido); prepararíamos el taller pero estaríamos abiertas a otras posibilidades; de los sueños de los bichos regresaríamos a la materialidad de los bichos. Llevamos Esteban y el escarabajo de Jorge Luján y otros libritos más, unas hojas A4 cortadas al medio, unos lápices. Nos acompañó Mari, que ilumina el espacio del taller con todos sus ángeles. El viento sopló lo necesario. El sol brilló lo suficiente.
Nos estaban esperando A. y L., yendo a nuestro encuentro por calle Artigas. Su resistencia inicial ante el acto de poner silenciosamente sobre el pasto los libros y otros materiales se transmutó mediante juegos poéticos que nos acercaron, nos permitieron en cierto modo comenzar a entrar en poesía: el juego de las formas, Mari que nos enseña chino, las niñas que se hamacan y giran haciendo una pirueta desconocida para nosotras. No paraba de sonreír al regresar y pedaleaba sobre la pregunta ¿qué fue diferente?
Veo varios gestos, de distinto orden, que a lo largo de la tarde nos situaron un poco a la intemperie, en otro lugar, como disposición para el don del niño. Los nombro: las facturas, A. enseñándonos cómo hamacarse, L. invitándome a seguir el camino de las hormigas, L. mostrando y leyéndome el nombre de la plaza. Hubo varias situaciones en las que las niñas nos donaron alguna cosa de sí esa tarde: cuando Mile nos comenta que desde chica deseó hamacarse tan fuerte que pudiera dar una vuelta entera y A. corre a mostrarnos los giros que consigue dar a medida que la hamaca va y vuelve, ante lo cual quedamos estupefactas. Cuando nos piden que les compremos alfajorcitos y ante nuestro no, van a buscar a unas cuadras una bandeja de facturas que ponen en la ronda junto a los libros y comparten. Cuando mientras tomo unos mates con Marta, L. con T. en sus brazos, me invita a seguir el camino que hacen las hormigas en el pasto de la plaza, como recordándome para qué estamos allí. Cuando después de habernos preguntado por el nombre de la plaza, nos topamos junto a L. con el cartel y me dice que ahí está el cartel con el nombre y lo lee y la nombra de manera completa: veintitrés de septiembre de mil novecientos cuarenta y siete - derecho al voto femenino de la mujer argentina - intendencia blanca osuna - paraná.




Nuevas presencias nos permitieron concertar otros modos de estar juntos. Concertar. Tomo ese verbo con la carga que le otorga Michele Petit, antropóloga de la lectura, en el prólogo a su último libro Leer el mundo: “lo que está en cuestión es la posibilidad de acordar, en el sentido musical del término, o de volver a ponerse de acuerdo con aquello que (y con quienes) nos rodea.” Marta -mamá de L.-, T. -su sobrino- fueron dos pilares. Cuando L. y A. se fueron a buscar las facturas, apareció Marta con E., C., T., Reina y Lucas -los dos últimos, de la especie perros-. Marta nos pregunta dónde está L., que le había dicho que estaría en la plaza, y a lo lejos ya la veo regresar a ella con A. y la bandejita. Marta se sienta en un banquito blanco, a media distancia y prepara un mate. L. toma en sus brazos a T. y lo trae al pasto, con nosotros. Marta insiste a L. en diversas ocasiones con que tome muchísimos recaudos con el niño. L. es como una flor, le brota el amor por todas partes. En cierto momento me he acercado a Marta para conversar un poco y pedirle un mate. Después L. la llama para que se siente en el pasto con nosotros.
Marta ceba mates y con una complicidad increíble nos deja jugar, observa y responde a interpelaciones si es necesario. Marta ceba mates, en ese gesto funda entre nosotros un espacio circular, de confianza, hace circular el don que va y vuelve sucesivamente de nuestras manos a la suya. Entre Marta y T. se dibuja un puente, por donde pasa L., pero no solamente ella, esa tarde, ya sabemos hacia dónde... Creo haberle pedido más de una vez, que vuelva, el próximo viernes -releo esta frase y pienso ahora, a quién le pido que vuelva, esa tarde, a dónde.

Más de una lengua. Como dice Bárbara Cassin, en su conferencia dirigida a niños desde unos 6 años y publicada en el libro llamado justamente así, las lenguas tienen la gracia de abrirnos mundos diferentes. Desde entonces me asombro cuando encuentro que el campo semántico de una palabra se disloca de aquella supuestamente sinónima perteneciente otra lengua, como sueño y Traum, o χαιρε (se pronuncia jaire) y shalom. Hubo, la tarde pasada otras materialidades y caminos expresivos que con cierta espontaneidad resultante de cierta disponibilidad poética cobraron protagonismo:

*Aviones. C. le tira piedras a A, mientras se hamaca, piedras que, por suerte, erran la trayectoria. Mile arma un avión y lo tira. El gesto de tirar, con el brazo, es el mismo. Sin embargo, Mile agarra un lápiz, dibuja algo y encuentra otra cosa que tirar. Los aviones se reproducen y reciben nombres. Los pilotos juegan parados en un banco, como suspendidos en el aire, a ver cuál vuela más lejos. Escucho a Mile que le dice a alguien que claro que va a ganar su avión llamándose así como se llama. De la lengua que sostiene el primer gesto de tirar, pasamos, traductora mediante, a otra lengua que sostiene el mismo gesto de tirar. Los aviones son nombrados y dibujan en el aire la escritura invisible, otra, que sigue al nombre. Las manos, las risas, las voces, las conversaciones, el juego que empieza y termina más de una vez constituyen la lengua con la que esa tarde leemos el mundo

*Lápices. T. tiene 9 meses: desea tomar en sus manos los lápices, la tijera, las hojas, todo, todo, todo lo que lo rodea. Recuerdo estando junto a T. el juego que mamá jugó conmigo y juega con mis sobrinos cuando son muy pequeños. Mamá pone en manos del niño un objeto cualquiera que acerca a otro cualquiera para producir, mediante la percusión, un ritmo sostenido y canta “golpeo, golpeo, golpeo / golpeo, golpeo, golpeo / con mis manitos golpeo, golpeo / con mis manitos golpeo yo.” Juego con T., se suman esporádicamente E. y L. Hacemos nuevos ritmos, golpeamos otras cosas, nos movemos un poco. Esa cosa rara y atractiva, la música, esa otra lengua, tan otra que casi no-lengua, posibilita un tacto con el mundo que se vuelve contacto. Cabalga cada uno ese ritmo sencillo con el que esa tarde algo escribe nuestros cuerpos: con mis manitos golpeo yo -y en mi memoria canta mamá.

Modos de la intimidad. Cerca del cierre del taller, L. le dice a su mamá que quiere ir al baño. L. no quiere ir hasta su casa, lo que ya significaría regresar. Decidimos que vaya al Centro de Salud. Al viaje se suman A. y T. que va en los brazos de L. Cuando cruzamos la calle le pido naturalmente que me tome la mano y ella me da naturalmente su mano. La distancia tantas veces interpuesta, esa distancia, no sé a esta altura ya dónde, cuándo es que se ha perdido. En el camino comentamos de lo lindo que es hacer el taller en la plaza. Esperemos que no llueva, digo, y L. me pide que no invoque, no invoque lo que no queremos que suceda. Dice algo con otro registro de voz, tan íntimo que me resisto a escribirlo: se convierte en secreto. A la vuelta, ellas me indican otro camino de regreso, con vericuetos, en cuyo trayecto L. cae con T. en los brazos. Inmediatamente risas nerviosas. Tranquilizo a T., a quien no le ha pasado nada. Me piden que no cuente que se cayó. Llegamos a la plaza y comento a Marta lo sucedido. Tramitamos el episodio así, naturalmente, sin sobresaltos.




Este no fue el final del taller, pero lo elijo para simbolizar lo ocurrido esa tarde -que excede estos registros- y el sentido de nuestra presencia allí. L. juega con T. en la ronda, lo abraza, lo besa, le habla, le sonríe. Mari le pregunta si la puede dibujar. En poco tiempo Mari delinea con lápiz negro a L. y T. sentados y sonriendo sobre el pasto de la plaza. El parecido me sorprende. Le mostramos a L. aquella imagen, que toma, observa y guarda, en secreto, en el bolso de su mamá.


en Barriletes.
Diciembre de 2015.

(Las ilustraciones de esta nota pertenecen a María Wernicke, y fueron hechas para el libro Tomasol de Georgina Hassan. Pueden verse más aquí. )

Cabe justo en el dibujo que voy agrandando. Infancia, taller y salud desde Barriletes.

Kevin Jones



Al llegar a Villa Mabel le pido a Abel que me acompañe a visitar a Mónica. Quiero preguntarle cómo va todo con Casa del joven, cómo le fue en las siguientes visitas luego de que, desde Barriletes, iniciáramos un proceso allí entre el organismo y su familia. Nos quedamos un rato ahí, mientras les aviso a los chicos de Mónica que está por empezar el taller al otro lado del campito. De la canchita, me corrigen y me afirman que irán.
                Cuando salimos, veo a A. y su hermana llegar a su casa enfrente. Le pregunto a Abel si puede esperar el agua que dejamos hirviendo en casa de Mónica y me cruzo corriendo a saludarlos. Hace semanas que no los había visto. Les cuento enseguida que vinimos con una propuesta de taller y que, de hecho, ya hace rato que estamos por este lado del barrio con Abel, que deberíamos ir volviendo para la ronda que Mile, Andre, Stefa, Flor arman en un pequeño recoveco al costado del terreno en que nos solemos ubicar.
                Ya en el camino de regreso se nos suman otros chicos. Cuando llegamos a la ronda algunos niños que habían divisado el incipiente taller ya estaban allí. Se reparten hojas. Algunas están en blanco y otras poseen siluetas de animales. El lunes anterior, durante un taller interno, los integrantes del Área estuvimos pensando en torno a la idea de hacer títeres desde el espacio de taller que, en forma quincenal y territorial, sostenemos aquí. Para eso no solo dimos forma a una idea disparada de la conversación con los chicos acerca de qué cosas podemos hacer en un taller, sino que también le agregamos contenido desde la propuesta de Javier Villafañe acerca de qué sería para este singular autor un títere. Quienes sostienen hoy la propuesta de taller, entonces, compartieron antes la reflexión en torno al hacer que le proponen a los niños ahora: hacer dibujos que luego podamos convertir en títeres.



                En esa ronda comienzan a proliferar algunos diálogos. Unos los oímos, otros se nos escapan. El espacio de taller, como tiempo complejo que siempre adquiere un espesor mayor al tiempo rutinario permite no sólo diferentes usos del espacio sino también diferentes percepciones de la experiencia. Por ejemplo, entre los diálogos que se nos escapan está el de Flor y Anto que será el punto, problemático, de partida de nuestra siguiente reunión. Sin embargo, los diálogos de a dos, de a tres y de a todos que se van dando no son lo único que nos atraviesa. También surgen dibujos a los cuales los talleristas les hacen preguntas. ¿Y eso qué es? ¿Cómo se llama esa vaca? ¿Qué está haciendo ese oso? ¿Dónde vive? En gran medida este juego no es otro que el de la conversación que se viene sosteniendo. Por ello, niños y grandes entramos en su trama naturalmente. Solo que ahora, los talleristas intervienen desde la sutileza de sus preguntas pero también desde propuestas y pedidos. El tallerista oye entre líneas, como nos ha enseñado Cecilia Bajour, y por eso se ofrece para escribir el cuento cuando ve que ese dibujo deviene narración, pero también a escribir la lista de adjetivos que el niño ofrece a ese animal que espera volverse un títere.
                Yo comienzo a dibujar, pero mi atención se pierde en A. Lo veo alejarse de la ronda y a su vez mirar de reojo nuestras reacciones. Me acerco a él protegido por una bolsa de cartón donde traigo algunos libros. Son libros sobre los que estos días hemos estado reflexionando desde la biblioteca barriletera.
                Tomo el que más me gusta a mí, Tarde de invierno, un poema escrito por Jorge Luján que se volvió, todo solito en su ser poema de pocas líneas, un libro-albúm ilustrado por Mandana Sadat.
                Por las características del libro, la lectura del poema se desarrolla en dos ritmos. Uno dado por el mismo texto, en sus encabalgamientos, pero también otro dado por ese otro espacio que es el cambiar de página. Por ello hacemos una pequeña y pausada lectura:


Juega mi dedo en el vidrio empañado y
dibuja una luna y dentro de ella a mi madre que
viene por la calle y cabe justo en el dibujo que voy
agrandando a medida que se va acercando hasta
darme este abrazo que cabe exactamente detrás
del vidrio del portarretrato.

                El libro tiene la sabiduría de dejarnos dos páginas totalmente ilustradas, sin ninguna línea escrita, para comenzar a despedirnos del texto. Doy vuelta esas páginas junto a A. en silencio. Al principio, A. reaccionaba frente a las hojas del libro-albúm señalando lo que encontraba de familiar en ellos (una ciudad, una chica, un dedo) y trataba de retener los sentidos del texto en una misma dirección. Pero el texto, como buen poema, nos hace trampa. Cuando lo hemos atravesado ya no podemos señalar un solo sentido para la relación texto-dibujo.
                Al cerrar el libro, se lo entrego a A. y aunque no digo nada, él me pregunta qué vamos a hacer ahora con el libro. Le digo la verdad, no sé. Me pregunta entonces si puede copiar el poema. Le digo que sí y me pongo cerca suyo a leer otra cosa hasta que varios minutos después me entrega libro y poema. A. no solo copió el poema, sino que en ese ejercicio lo restituyó a su forma original de poema sobre una sola página. Los versos que se encontraban cortados dentro del libro están ahora unidos al menos simbólicamente, como la niña del poema junto a su mamá al final del texto. Mientras pienso en eso con una sonrisa, en lo terapéutico puesto en juego en aquel gesto, A. me dice que se va a su casa. Nos despedimos aunque el Taller continúa aún por un buen rato, hasta que empiece a bajar el sol.

                Si pongo sobre la mesa estas cosas, como respuesta a la invitación recibida a contar nuestro hacer barriletero, es porque realmente creo que hay mucho condensado en las escenas de Taller que, estoy seguro, muchos de quienes nos encontramos hoy en esta ciudad sostenemos muchas veces desde los márgenes y el silencio. El tipo de intervención con y desde la infancia que tratamos de construir desde Barriletes trata de enunciarse desde un posicionamiento ético-político hacia la infancia que no sólo entienda a las niñas y niños como sujetos de derecho sino también (y a causa de ello justamente) como sujetos sensibles. Aunque para que esto sea así, como hemos reflexionado en otras oportunidades, debemos atender siempre a nuestra propia y activa memoria de la infancia. Cuando entramos en contacto con un niño es a nuestra propia infancia la que no podemos dejar de ver. Cada intervención que nos propongamos en el campo de la infancia será, indefectiblemente también una intervención sobre nuestra propia infancia. Sobre el niño que fuimos, somos y podemos ser.
                Creemos en talleristas que trabajen desde la infancia como modo de ser y estar en el mundo. Por eso, más que construir un espacio de taller, lo habitamos. Sólo así podemos garantizarnos salir afectados del encuentro con los niños y niñas.
                Y es queriendo decirles esto que pienso en A. Yo no sé qué cosas habrán sucedido en su día, y hasta me olvidé de preguntarle por cuál motivo no lo veníamos viendo en el taller semanas anteriores. En su lugar usamos el tiempo que nos dimos uno a otro (Derrida dice que el tiempo es quizás lo único que podemos dar en verdad, lo único que una vez dado no regresará nunca) para ejercicios de lectura y escritura que quizás, tanto para él como para mí, no tengan ocasión de suceder en los otros tiempos y espacios por los cuales transitamos cotidianamente.  El tallerista en que creemos no es todopoderoso ni lo sabe todo, ni de sí ni de los niños y niñas (esos a los que a veces llamamos población) con quienes trabaja.
Sostener el encuentro desde este posicionamiento implica asumir riesgos. El riesgo de que las cosas nos duelan de verdad, nos hagan felices de veras y nos marquen en la piel de adentro. ¿Qué habremos pensado con A. de aquella mamá ausente que ni siquiera sabemos al final del poema si llega a casa o si en verdad estará ausente para el resto del tiempo que es como decir para siempre?


Sabemos que los debates abiertos estos últimos años en torno a la Salud Mental como campo plural y complejo nos permiten enlazar la salud con la asunción del riesgo. Por ello creo que tal vez sea tiempo de que nos animemos a nombrar esas experiencias que hacemos detrás del campito, al costado de la canchita como experiencias de una salud mental comunitaria. El contexto que propicia la Ley Nacional de Salud Mental así nos lo permite, si nos entendemos como interlocutores de la misma y actuamos en consecuencia. Tal vez sea tiempo de dejar de hablar de “la nueva ley de infancia” y “la nueva ley de salud mental” para hacernos cargo del rol que en ellas nos toca y desde allí exigir a los demás actores sociales lo mismo.  Nuestros talleres, como sabemos, son como el dibujo que la niña del poema de Luján realiza sobre la ventana. No estamos preparados para mucho de lo que allí irrumpe, y sin embargo seguimos estando presentes en ese contexto. Ojalá esta jornada, como tantos encuentros que se vienen dando en nuestra necesidad de estar juntos nos sirva para seguir jugando en el vidrio empañado. Así, cuando vemos que mamá se acerca, lo vamos agrandando para que quepa justo en dibujo que hacemos.


 en Barriletes.

Noviembre 2015

No escribo sin luz artificial - Entrevista a Jacques Derrida (1982)

Entrevista con André Rollin, Le fou parle, 21-22, 1982 (luego en Ils écrivent où? quand? comment?, Mazarine, 1986, pp. 145-152).



Jacques Derrida:  ¿Puedo primero explicarle brevemente las razones por las que vacilé...?

A.R. ¡Por supuesto! 

Jacques Derrida:...  ¿por las que dudé si responder a sus preguntas en este contexto? Al principio era por una especie de..., no de desconfianza, pero sí de reserva respecto a cierta imaginería complaciente alimentada por los escritores y por todos los que explotan esas imágenes. Me refiero a la insistencia en los fetiches de la escritura, en un tipo de entorno que ciertos escritores exhiben de modo narcisista. No tengo nada contra el narcisismo ni contra el fetichismo como tales -tendría que extenderme mucho sobre ello y no es el momento-; lo que me parece cargante, lo que ha llegado a ser cargante, es el estereotipo de ese fetichismo, y eso no hay que fomentarlo. Entonces, cuando usted me dijo que precisamente quería romper con esa representación y todo lo que la sustenta en nuestra cultura, pensé: ¡pues adelante! 

A.R. Para empezar, ¿qué usa para escribir? 

Jacques Derrida: He ido evolucionando, las cosas han cambiado mucho desde que empecé.
  
A.R. ¿Y hoy? 

Jacques Derrida: Hoy escribo a la vez a máquina y a mano. Cuantitativamente mucho más a máquina. Por ejemplo, para mis clases, seminarios, conferencias, escribo casi únicamente a máquina. Me pongo a la máquina y al mismo tiempo voy escribiendo a mano.
  
A.R. ¿Así que máquina y cuaderno, están siempre a su alcance? 

Jacques Derrida: Bueno, para ser exacto, tengo una mesa grande. 


A.R. ¿De madera? 

Jacques Derrida: De madera. En un desván. Tengo dos escritorios, pero el primero, el que utilizaba...
  
A.R. ¿Un escritorio para la máquina y otro para el papel? 

Jacques Derrida: No, no. Antes tenía un escritorio para las dos cosas, y se me quedó demasiado pequeño. Estaba atestado de papeles, y me refugié hace unos años en un desván en el que no puedo permanecer de pie. Subo por una especie de escalerilla de madera y cuando...
  
A.R. ¿Se pone en cuclillas? 

Jacques Derrida: En cuclillas, no. Quiero decir que tengo que agachar la cabeza porque es un desván muy pequeño y sólo puedo estar de pie en un metro cuadrado, pero en cuanto llego al lugar en el que escribo, tengo que sentarme. Así que trabajo en un rincón, hay estanterías de libros a ambos lados, una mesita de máquina de escribir, una mesa de secretario, es decir una mesa baja para la máquina de escribir y, a mi derecha, una mesa amplia de madera en la que tengo papeles, tomo notas, garabateo cosas... pero no suelo escribir de forma continua. Para los textos corrientes, como la preparación de clases cada semana, me siento a la máquina en una silla giratoria, como ésta. 

A.R. ¿Va de una mesa a la otra? 

Jacques Derrida: Me giro. Tan pronto me vuelvo hacia la máquina como hacia la mesa.
  
A.R. ¿Hay alguna diferencia entre los textos escritos a mano y los escritos a máquina? 

Jacques Derrida: Me voy a referir a la situación más corriente, la de la preparación de clases, o del correo. Debo confesar que en estos últimos años he pensado que, por escribir demasiado a máquina, estaba perdiendo un algo que es propio de lo escrito a mano. Y, en varias ocasiones, me propuse..., cabe, podría decir, una reeducación. Recuerdo por otra parte, hace unos diez años, una conversación, o mejor, una discusión que mantuve con Jean Genet sobre este tema. Él me decía que, en su opinión, no es posible escribir bien con máquina. Yo le había comentado que él que trabajaba tanto por renovarse, como era evidente, debería progresar también en este aspecto, pues la máquina ya no era algo totalmente extraño, que se escribía fácilmente y deprisa con ella, que debería, en cierto sentido, crearse otro cuerpo, no solamente un vínculo abstracto, técnico y mecánico, sino otro escenario, otra continuidad, otro impulso, y que no pretendía que fuese el mismo cuerpo... 

A.R. ¿No es el mismo cuerpo? 

Jacques Derrida: No es el mismo cuerpo, pero hay un cuerpo. No es solamente un vínculo abstracto, o un instrumento que enfríe lo que la letra manuscrita guardaría vivo, caliente e intacto. Primero rechazó este argumento, un poco después pensó que tal vez yo tuviese razón, luego, a la tercera, por último, me dijo no... Es el recuerdo de una conversación que duró toda una noche. Todavía me viene a la cabeza cada vez que... 

A.R. ¿Tanto para un asunto tan insignificante? 

Jacques Derrida: No, es algo que me preocupa constantemente. Estoy muy al tanto, incluso obsesionado por esos problemas... podríamos decir, de técnica, de técnica del cuerpo, en cierto modo. Soy como todos los que se dedican a mi oficio, como los que están metidos en eso. Hace tiempo, cuando empezaba a escribir, a publicar, no escribía a máquina. Escribía siempre a mano hasta la última línea, hasta la última versión del texto. Después, poco a poco, la máquina fue ganando terreno... 

A.R. ¿Cuando escribía a mano lo hacía con estilográfica? 

Jacques Derrida: Al principio, no. Al principio, y de eso hace veinte años, usaba pluma de palillero, tinta y tintero.
  
A.R. El ritual de la tinta... 

Jacques Derrida: El ritual con una pluma muy particular. Ahora ya no la uso. Es una pluma, no sé cómo se llama esa cosa, con una especie de pico por encima, para retener la tinta. El caso es que me pasaba la vida buscando esas plumas y no podía hacer una letra clara más que con esa pluma y con ese gran portaplumas. Un gran portaplumas con una palanquita para bloquear la pluma. Y después, poco a poco, se fue imponiendo la máquina. Cada vez más, escribo directamente a máquina a pesar de que, todavía ahora, para ciertos textos, y no me refiero a los textos académicos, para textos que considero especiales... no la uso.
  
A.R. ¿Recurre otra vez a la pluma? 

Jacques Derrida: Necesito la pluma para romper el hielo, es decir, que las primeras páginas -que empiezo una y otra vez-, el inicio de los textos me resulta muy difícil, supongo que como a otros muchos. Comenzar a escribir es muy difícil, y me siento incapaz de hacerlo a máquina. Entonces, el ritual suele ser el siguiente: empiezo a mano, una página, dos, tres, cuatro...


A.R. ¿En folios blancos? 

Jacques Derrida: En hojas blancas para máquina, y si veo que no me convence, vuelvo a empezar...
  
A.R. ¿Muchos comienzos? 

Jacques Derrida: Sí, muchos. Comienzo una y otra vez.
  
A.R. ¿Sin llegar a terminar la página? 

Jacques Derrida: A veces termino la página, lleno tres o cuatro, y empiezo otra vez. Llega el momento de la insatisfacción, de la inseguridad. Son momentos muy dolorosos, muy angustiosos, de sentimiento de impotencia. Entonces, es imposible...

A.R. ¿Retoma el texto y lo escribe entonces a máquina? 

Jacques Derrida: Eso es. No quiero decir que se trate ya de algo ininterrumpido. Hago varios borradores a máquina. Pero en general, una vez tiradas -por así decirlo- las primeras páginas, o una vez que el esquema o la perspectiva del texto en conjunto se presenta como posible, prosigo a máquina. 

A.R. ¿Teclea con rapidez? 

Jacques Derrida: Me resulta bastante difícil describirlo porque nunca he...; aprendí empíricamente, hace mucho, hace treinta años en los Estados Unidos, pasé un año allí y tuve, por razones de supervivencia, que pasar a máquina un texto muy largo. Y así aprendí en una pequeña máquina americana, y durante mucho tiempo he tenido que comprar mis máquinas en los Estados Unidos porque tenían el teclado internacional. Yo no sabía teclear más que con tres o cuatro dedos, no podría describírselo ahora. En ese teclado, ya sabe, las letras no están dispuestas como en el teclado francés. Pero luego, hace dos o tres años, pensé que esa situación era absurda, tener que ir a los Estados Unidos, aprovechar un viaje a América para comprar una pequeña Olivetti... Decidí hacer un esfuerzo para habituarme al teclado francés y compré una máquina eléctrica. Me pasé, pues, a la máquina eléctrica con teclado francés hace tres años para escribir La carte postalePor primera vez escribía en una máquina eléctrica con teclado francés. Y tecleo muy deprisa. No muy bien, no muy limpiamente, pero muy deprisa. Y una vez que la cosa está en marcha, hago varios borradores, a máquina, que corrijo a mano.
  
A.R. ¿Vuelta a la pluma para corregir? 

Jacques Derrida: No, ya no hay pluma. Ahora tengo un... rotulador. Me estoy fijando y... creo que es igual que el suyo. Ya no puedo escribir más que con este chisme que descubrí hace dos años que se llama Pilot FinelinerEs el único instrumento que me satisface, es el único con el que no tengo la sensación de perder espontaneidad en el trazo, lo que me permite reconocer y leer mi propia letra, porque confieso que desde niño tengo una letra que a todo el mundo le cuesta leer, y que había llegado a resultarme difícil a mí mismo. Por eso la máquina es una ventaja para mí. Y es que cuando escribo a toda prisa las palabras apenas cobran forma y al cabo de un tiempo me cuesta trabajo entender lo que escribí. 

A.R. ¿Y con la escritura a máquina no añora la escritura a mano? 

Jacques Derrida: Claro, añoro una determinada imagen, sí... Y para ciertos textos que quiero o que querría tratar de una forma especial pruebo esa reeducación de la que hablaba. Y, en períodos más o menos largos, para anotaciones personales con vistas a un libro inaccesible, vuelvo a las libretas y a escribir a mano con esos pequeños Pilots Fineliner Y puedo estar escribiendo así durante mucho tiempo.

A.R. ¿No escribe nunca fuera de su desván? 

Jacques Derrida: Sí. Aunque es allí donde paso la mayor parte del tiempo, a veces escribo en la habitación de abajo, en mi antiguo escritorio, pero cada vez menos. Y aquí, por ejemplo, no trabajo nunca.
  
A.R. ¿Aquí, en la Escuela Normal? 

Jacques Derrida: Aquí, en la Escuela Normal, no trabajo nunca, es decir, no escribo nunca. En cambio, cuando viajo, puedo incluso llegar a escribir en tren o en avión. Recuerdo, por ejemplo, hace dos años, en un período en el que existía una urgencia o un deseo de escribir muy intenso, escribí durante todo un viaje en avión a los Estados Unidos. Y en coche también. 

A.R. ¿En coche? 

Jacques Derrida: ¡No, no escribo conduciendo! De vez en cuando, anoto algo...
  
A.R. ¿Lleva una libreta?

Jacques Derrida: He probado todos los sistemas, el de la libreta, el de los trocitos de papel; todos duran poco, soy bastante desorganizado. Se me ocurren continuamente nuevas formas de organizarme, los trocitos de papel, lápices en el coche...; en un momento dado, incluso me planteé llevar un pequeño magnetófono en el coche, no sólo para los escritos serios -a los que tal vez nos estamos refiriendo ahora-, sino también como una agenda o algo parecido, aunque nunca he llegado a hacerlo, pero sigo soñando siempre con organizaciones técnicas de ese tipo. 

A.R. ¿Alguna vez ha llegado a parar en un aparcamiento para escribir una idea que le viniese a la cabeza? 

Jacques Derrida: No, pero desear que... no, no por una idea. A veces se me ocurre una palabra y me urge apuntarla, por miedo a olvidar la palabra más que la idea. En esos casos, no me paro en un aparcamiento, pero puedo pensar en la posibilidad ‘salvadora’ de un pequeño atasco de circulación o un semáforo en rojo. 

A.R. ¿Cómo es su desván? 

Jacques Derrida: Es pequeño, pero lo he llenado de estanterías, y hay libros todo alrededor. Es una especie de buhardilla, ¿cómo se llama eso? Lo que está bajo el tejado, con dos tragaluces...
  

A.R. Con el cielo sobre su cabeza... 

Jacques Derrida: Pero no lo veo. Hay una especie de ventanuco que abre hacia arriba, así que siempre tengo la luz encendida. No puedo trabajar -y eso forma parte de mi patología personal- no puedo escribir sin luz artificial. Incluso de día, ni siquiera en pleno día. 

A.R. ¿Con la luz encendida siempre? 

Jacques Derrida: Siempre con una lámpara. 

A.R. ¿Que ilumina su papel? 

Jacques Derrida: Que ilumina el papel, la máquina, y eso es lo... 

A.R. Encenderla... ¿es el primer gesto que hace cuando se pone a escribir? ...

Jacques Derrida: Sí. Incluso en la habitación de abajo, que normalmente es luminosa, necesito una luz artificial suplementaria. 

A.R. ¿No escribe sin luz artificial? 

Jacques Derrida: No escribo sin luz artificial. Así se hizo la instalación, de este modo, y tengo siempre la sensación de que falta luz. Arriba, por ejemplo, el interruptor está fuera del desván, así que tengo que encender antes de subir.
  
A.R. ¿Sube todos los días? 

Jacques Derrida: Los días que no tengo que venir a París son, desgraciadamente, bastante escasos.
Pero sí, entonces subo al desván.

A.R. ¿Pasa allí muchas horas seguidas?

Jacques Derrida: No. Me organizo en períodos de trabajo cortos.
  
A.R. ¿De cuánto tiempo? 
Jacques Derrida: No sé decirle exactamente, no suelo estar más de un cuarto de hora o veinte minutos delante de la máquina. Después tengo que levantarme, hacer otra cosa.
  
A.R. ¿Baja ? 

Jacques Derrida: Sí. Bajo o hago otra cosa en la buhardilla, pero no escribo en sesiones ni tiradas largas. Cuanto más me interesa o más atención requiere el asunto...
  

A.R. Más veces se levanta... 

Jacques Derrida: Antes interrumpo el trabajo.
Fíjese, permanezco más tiempo ante la máquina cuando el trabajo ya está hecho y estoy componiendo una versión más o menos definitiva. En esos momentos puedo tener paciencia para quedarme una o dos horas. Pero cuando estoy todavía dándole forma al texto, le diría que cuanto mejor va, más lento voy yo.
  
A.R. ¿Sube a cualquier hora? 

Jacques Derrida: No. Por la noche no subo nunca. Trabajo mejor por la mañana. Nada más levantarme, después de un café, es el mejor momento. Después de comer es más difícil; sólo cuando estoy en casa puedo trabajar por la tarde. La noche queda excluida. Nunca he trabajado por la noche, me resulta imposible.


----------------------------------


La entrevista fue extraída del sitio "Derrida en castellano" a cargo de Horacio Potel.

Las fotografías con que ilustramos esta entrevista pertenecen a Liliana Gelman, y puede verse en su página oficial, aquí.